Lenna, doce
años.
Estaba sola de
nuevo, en la habitación del hospital. Mi barriga duele, aunque dijeron que se pasaría
en un rato.
Así que…, no
funcionó.
Supongo que debería
prepararme para lo que va a pasarme. Pero mi dolor de barriga no me permite
concentrarme en otra cosa.
Estoy acostada de
costado, viendo hacia la puerta abierta de la habitación, cuando mis ojos se clavan
en alguien parado justo ahí.
Un niño de cabello
muy negro y ojos azules que parece que son fosforescente, está ahí, viéndome.
—¿Qué te pasó? —preguntó
con su cabeza de lado, observándome.
Dio unos pasos
hasta estar cerca de mí.
Apreté mis labios
porque de ninguna manera iba a decirle lo que hice.
—Y tú, ¿qué haces
aquí?
—Vine a ver a mi abuelo,
creo que se está muriendo.
No esperaba eso. —Oh,
lo siento.
—¿Por qué? Tu no
hiciste nada.
—Porque debe ser
genial tener un abuelo, y que esté muriendo debe ser horrible.
Se encogió de
hombros. —Si, supongo que sí.
El niño agachó su
cabeza y vi su labio temblar.
—Si yo tuviera un
abuelo, —él niño levantó un poco su rostro, al escuchar mi voz—, y lo quisiera,
se lo diría antes de que se muriera, y le agradecería por jugar conmigo y por ser
mi abuelo.
—¿Lo harías?
—Claro —respondí
rodando los ojos.
—¿Por qué?
—Porque quizás si
se lo digo, el ya no estaría triste por dejarme.
Hizo una mueca,
como si estuviera analizando lo que dije.
—Tal vez, ¿debería
hacerlo?
—Si, debes ser
muy fuerte y valiente y decirlo, corre ve.
Hizo ese
movimiento otra vez, diciendo si con su cabeza.
—Lo haré, adiós, tú
también, se fuerte.
Y salió de la habitación.
Fuerte, quisiera serlo.




